miércoles, julio 11, 2007

Corriendo

Corriendo, no se detenía siquiera por los golpes de las caídas, que pocas no eran, y en realidad –aunque no lo notó- eran cada vez más frecuentes y no por eso, o en todo caso por eso mismo, más bruscas. Corría sin detenerse. La oscuridad del bosque se veía interrumpida por rayos tímidos de luz; allá arriba la luna, brillante y muda testigo, veía entrecortada su carrera, entre las frondosas copas de los árboles. El bosque veía mermado el reino de la oscuridad, sólo por el imperio del silencio, éste, a su vez, se interrumpía por los agitados respiros y las pisadas que no se detenían, que no se detendrían. Rafael perdió las fuerzas mucho tramo y tiempo atrás, pero continuaba corriendo, volteando cada cierto tiempo -indescifrable para él- constatando que no había nada detrás suyo mas que bosque y rastros suyos entre las ramas rotas y la maleza, espesa y dominante por momentos.

Corría. El jadeo y el violento pulso pronto quedaron tras un velo dentro de él. Mientras continuaba su carrera sentía –si cabe el término- que dejaba de sentir. Las taurinas bufadas parecían ajenas, como de un pretérito nebuloso; la agitación de su pecho y el ardiente dolor de sus piernas, se alejaban en un río que fluía espiralmente hacia el olvido. Pero no pensaba en ello, sólo continuaba corriendo, cayendo, corriendo…

De pronto una sensación, pero no física, de ellas no había siquiera una sombra, lo atacó fiera. Volteó sin detenerse, sintiendo que detrás de él una mano lo alcanzaba. Temió, y al no ver nada temió más. Prosiguió su afanosa y trémula empresa contra la quietud.

Frenético continuaba avanzando, abriéndose paso con las manos, dejando un inconfundible rastro de sudor detrás. Recordaba, como en trance, sus encuentros con Ísmodes; saboreaba el odio que le tenía y que no dejaba de tener. Revivió sendas veces sus encuentros y sus luchas, las espadas que blandían. Los campos llanos donde se enfrentaron y los caminos peñascosos donde ambos estuvieron con la muerte cubriendo sus cuerpos más de una vez; las miradas fulgurantes que compartían y el helado aguijón que atravesaba su columna y se apoderaba a la vez de su mandíbula, cuando desenfundaba su espada, que fue de su padre antes que suya, entre los cientos de personas, e Ísmodes hacía lo mismo frente a él. Inmortales en su memoria estaban los gritos, los golpes, la sangre; los triunfos y las derrotas, que a su corta edad, no eran pocas. Perpetuos olores y sabores flotaban alrededor suyo en esos momentos, sensaciones inamovibles de aquellos episodios que eran la constante en su absoluto pensamiento.

Volvió a subir las empinadas montañas, seguido de sus hombres en busca de su rival, y no detenía su carrera. Repitió el mismo discurso lleno de valor y pasión a cada uno de los férreos rostros que absortos se acumulaban frente a él; pero siempre supo que tal disertación, que cada hombre adoptaba como suya, era sumamente íntima y propia, y en el fondo ellos también lo sabían. Combatió ferozmente las huestes enemigas una y otra vez con la misma ferocidad aquel mismo martes antes de la media noche, con una luna roja como sus manos, en tanto, como posesas por una fuerza enorme y misteriosa, sus piernas no dejaban de avanzar y otra vez la empinada montaña y el discurso, otra vez el árbol se transmutó en montaña y la maleza en ejército, de pronto el eco de un llanto, el crujir de sus dientes años después, el correr incesante.
Vio de nuevo el amanecer en la ciénaga de Clópotas asediado y ansioso, fuera de su tienda, en el lodo, sentado, esperando que termine de nacer el sol; apoyado sobre sus rodillas, contemplando ensimismado las endebles llamas de las antorchas que continuaban encendidas. Esperando la batalla, el ataque decisivo. Sintió las nauseas que el hedor de los podridos pozos a su alrededor le otorgaban sin censura otra vez y de nuevo.

De pronto apretó los puños, frunció el ceño y apresuró el paso, más allá de lo imaginable. Corría entre las montañas, y ya no sólo veía nuevamente la batalla, sino que se veía a sí mismo; pasó a su lado, al lado de Ísmodes. Corrió al lado del inerte cuerpo de su padre y a través del entierro masivo de sus paisanos luego de la Masacre de Agosto. Corrió en medio de los largos pasillos del palacio, pasó encima de un Rafael aún infante que lloraba escuchando los gritos de victoria de su padre. No se detuvo en los manjares de su pubertad, ni en la ejecución de Trobeco, a quien tuvo que ver decapitado. Lo vio miles de veces, corriendo mil veces por el mismo lugar; bajo la misma tormenta, se vio con los mismos guardias mil veces y no paraba de correr.

Las ansias lo consumían, hasta que llegó a la cima del Anelio, libre ya de los sempiternos árboles y le denso bosque que ya no reconocía, pues ahora era todos los campos de batalla, todos sus cuartos, todos sus días, todo él junto, cada segundo de su vida acumulado y único se transmutó en aquella vegetación y aquella noche. Mientras daba los últimos pasos hacía el borde se recordó en el bosque corriendo desesperado y volvió a correr a su lado mientras corría, infinitas veces. Volvió a caerse en el camino y se vio caer a su lado, y vio la misma luna de cuando en cuando. Saltó. El abismo era tan profundo como él. No existía cosa alguna a su alrededor. En el cenit se recordó en aquel mismo lugar y volvió a saltar, tras haber saltado otra vez. El presente, en el punto máximo de aquel salto, concentró todos sus momentos pasados y futuros. Cayó y comenzó a correr de nuevo en el bosque. Otra vez sintió helada la mandíbula y otra vez lloró en Clópotas. Siguió cayendo emancipado del tiempo.

Con los brazos extendidos, primero vio y luego sintió como una fina gota de sangre recorrió su sien derecha y cayó lentísima al inmenso vació. La caída era eterna y absoluta. A su lado pasaba el universo entero y recordó algo. Corría huyendo de Ísmodes eso lo sabía. Corría persiguiéndolo, eso lo había olvidado. Sus ojos vieron algo en la sima, algo que se agrandaba y brillaba tanto como él. Era Ísmodes subiendo aceleradísimo hacia él. En ese momento Rafael comprendió todo. Las batallas, la muerte, la vida y el bosque. Se acercaban rapidísimo, y él comprendió que acaso tan rápido que ya estaban juntos. Entendió que eran el mismo y siempre lo fueron. Que saltará de nuevo como ya lo venía haciendo desde siempre. Que eran uno, que serán uno. Que es uno.

1 comentario:

Gino Román Torres dijo...

Poético y poco profundo, esta bueno.