viernes, octubre 23, 2009

De pistilos

Viste las flores que cuelgo,
cada mañana, bajo mis ojos.

–Las sílabas se hinchan
y en su redondez
las acaricio y les unto un poco de ti–.

Son dos macetas y tres hilos que las sostienen.
El aire las hace bailar
una danza vegetal
de perfumes solitarios y rampantes.

Luego, el riego.
Tú les das el agua
y yo les miento.

jueves, setiembre 17, 2009

Requiem por una confesión

Soy un explorador encarcelado.

Mi salto es imposible.
Mi voz una brújula de arena.
Mi destino inútil.

–El ansia del columpio
se enreda como una madreselva
estrangulando la idea, la palabra, la ventana–

Del canto solo queda la sospecha de una lejanía
y las motas de polvo alrededor.
Del grito, la tosquedad.
Del sol, el escombro reverberante.

Tengo una paradoja
cocida en los brazos
con hilos de fe.
Una maleta
con un par de despedidas,
una que otra foto
y varias madrugadas arrugadas.

De las líneas abortadas me queda la impiedad.
De los pasos, las huellas circulares.
De los ojos, la celda.

miércoles, agosto 26, 2009

La nostalgia circular

Te extrañé en silencio,

No en un rincón, sino en el sofá,

y sentado frente a la ventana,

ahí también te extrañé, calladito,

de cara a una luna que iba y venía.

xxxxxx

Blanca la luna,

blanco también el recuerdo que te extraño,

porque, léeme bien, te extraño a ti

y además te extraño el recuerdo,

que es además, además.

xxxxxxx

–Un ave en el paraíso lleva tu nombre entre las alas

y a cada aleteo, arriba y abajo,

palmadas,

lo revela al viento,

lo deja hacerse trizas y expandirse,

llegar hasta a mí, como una idea intraducible

y un ansia de pronunciarte–

xxxxxx

La luna, del otro lado de la ventana,

fría como mis codos,

detrás del vientre de la noche

y del aroma a macetas al borde del amanecer.

Yo, calladito,

extrañando, imagínate, hasta el aroma

que aún no te encuentro.

lunes, julio 27, 2009

A las tres de la mañana

Javier despertó y vio el reloj con algún esfuerzo. Eran las tres de la mañana en punto. Pensó: es una hora tan predecible, tan de guión. Se levantó, se sacudió por un escalofrío y puso un disco de Clapton. 'Three O' Clock Blues' comenzó a sonar. Era una elección evidente. Prendió un cigarro a oscuras y se echó sin ganas de dormir más.

La madrugada se movía lentamente. Una garúa percudida caía sin rigor sobre Lima. La brasa del cigarro y la luz verde del equipo de sonido alumbraban inútilmente el cuarto. Qué carajo, pensó Javier. El sonido de la guitarra, con metálicas trenzas hacía las funciones de frazada y de gotera. Una contradicción, pensó Javier, qué carajo.

Por la ventana se deslizaba una gota, solo una, sin que Javier la note. Iba bajando, haciendo algunas curvas en su camino. Se detenía. A Javier, en la cama, las manos heladas, los pies entumecidos, las legañas en el alma resfriada, le pesaban las ideas. Sus brazos largos se movía a penas, uno sobre el estómago con el vaivén de la respiración, otro llevando el cigarro a la boca y bajándolo hasta estar a punto de tocar el piso. Sube y baja y la gota, al otro lado, baja y baja.

Javier pensó en que no recordaba haber soñado nada. Hizo memoria: no recordaba haber soñado en un lapso indefinido que sospechó prolongado. Si alguien en ese momento aparecía frente a él y le preguntaba hace cuánto no soñaba, él no hubiera podido haber conjurado respuesta alguna. Eso lo perturbó. El humo le raspaba la garganta, la noche le arañaba los huesos, el tiempo le enterraba la cabeza.

La canción acabó. La gota cayó de la ventana. Javier apagó el cigarro , se echó a dormir y soñó que el olor de los jazmines a la seis de la tarde es un placer dado solo a algunos.

domingo, julio 05, 2009

Premonición

Entonces el corazón se quedó petrificado en un latido imposible,
a un paso,
con el aliento siempre por salir,
la palabra no nata, la intención quebrada;
sus manos temblorosas
no se movieron nunca más en ese a punto de,
y los ojos,
–los propios y no los otros, esos tan otros y tan allá, al frente de uno–
juntos como hermanitos, en el borde mismo del parpadeo
mirando lo quieto que se está
cuando la carne es piedra y el aire arena.

–La voz yace colgada, a esa misma hora, de una soga en un cuarto chico y solo, en alguna parte. sus manos muertas se balancean obstinadas en un violeta de octubre tan alegre y tan dos de la mañana–.

Y entre otras cosas, además.
Por eso bailas,
y tus pasos,
tuyos y de quienes los toman por tu gana de hacerlos suyos,
son los crueles picotazos del buitre en el vientre
y la roca, del otro lado,
eterna como el buitre, el picotazo y el baile,
cruel y sin decir, al menos, buenas noches.

jueves, mayo 14, 2009

Supernova inmóvil

Tu beso se quedó
como hincando. Prolongando
–en sí mismo–
su momento a siglo.

Te quedaste como besando
y el beso tuyo
–capullo, suspiro, gota–
se extendió,
en brutal erupción, al infinito.

Analogías

Jugamos,
pétalos al viento,
a descubrir los contornos
de nuestros números supuestos.

Las coincidencias de mis dos,
las curvas de tus ochos
y las diferencias
de un tres y tu cinco.

Sospechamos
que adivinamos la suma espléndida
de nuestros ceros.

miércoles, abril 29, 2009

Qué

Y si coincidimos en la descripción. Qué si nos adivinamos las frases que soltamos y los aromas, entre velos, que hemos tenido tantas veces antes y ahora, tan nuevos, los descubrimos mezclados en la ausencia. Qué si dormimos tres horas o doce. Si los cigarros, la neblina o los abrazos.

Qué si otra vez hacemos eso que hacemos cuando la noche avanza a un paso constante y soberano. Si compartimos, solo por instantes, la misma ansia y el mismo parpadeo. Qué si nos respiramos mutuamente. Qué si ya es tarde y otra vez es un recuerdo y estas letras.

Qué si estar echados es más cómodo y si conversar no es mejor que andar callados por el mismo lugar. Qué si nos vemos allá donde somos tú y yo y no acá, donde sospechamos serlo. Y qué si sabíamos desde antes todo esto. Si el poeta fue profeta y si la canción nunca sonó. Qué si no te describo en una sola línea y aún así lo acabo de hacer en cada letra. Qué si el quizá es un también.

Qué, dime, si estos dos que somos es uno y viceversa.

domingo, abril 26, 2009

Bienvenida

Corro –paraíso del árbol, abrazo,
propiedad del tiempo–
hacia la puerta, el viento echa atrás mi cabello;
afuera, me ves. Ya no estás.

El viento echa atrás mi cabello.
La hoja última de la rama se desprende.
Atrás –con el viento– la rama, la hoja.

domingo, febrero 15, 2009

Eva

¿Qué tienes en los ojos? ¿Qué es eso que hace que mires las cosas que están más allá, que reconozcas muda el sentido original de lo que está sin ser visto, de lo que respira por debajo de la piel, de lo etéreo?

¿Qué es lo que ves? La mirada fija, seria, imperturbable que viaja por el espacio como el tiempo, sin culpas, sin piedades; libre de cualquier lazo que limite su explosión. Aquel observar diáfano que sabe el nombre de todo antes de conocerlo, que está un paso delante de lo que aún no existe, que pisa con pétrea seguridad el porvenir; que destila genuina pureza.

Nace de unos ojos enormes. Ojos que son océano. Tienen silencio y vida; ritmo y brisa que acaricia con manos imposibles a través de la piel y deja la sal tibia unos centímetros dentro del pecho, justo en el centro. Son estables en todo este caos: la semilla fértil del valle. El calor antes de dormir. La sonrisa que nace espontánea y hace que todo tenga un poco de sentido en la espera que a veces pesa tanto y a veces se soporta con paz cuando te veo y tus ojos dicen todo eso que no se puede traducir, pero que en este momento es perfectamente lógico. Necesario.

Las pausas en tu parpadeo son amables. Incorruptibles. Y hablan al oído susurrando secretos indescifrables de una época remota de la que no quedan más que sospechas entre sueños que desaparecen al despertar. De tus pupilas emana el lenguaje perfecto y desconocido, intraducible, comprensivo. Y su sentido anida en algún lugar, drenándose de cuando en cuando, como una savia que mantiene viva el alma con su denso y fresco compás.

Yo te observo absorto desde un rincón. Te veo ver, soberana, con la vista puesta más allá, viendo las cosas más allá de sí mismas. Te veo verme y en el momento en que nuestros ojos coinciden en el segundo preciso todo se vuelve un tanto más claro. Adivino el mensaje de las constelaciones que jamás he visto y una melodía comienza a volar entre ramas jóvenes que nacen y crecen alrededor.

Y busco cómo describir aquellas cosas que salen de tus ojos. Busco las palabras para nombrarlas y caigo en cuenta que no puedo hacerlo, más que viendo tus ojos. Viendo como me ves a los ojos. Viéndome verte cuando me ves.

lunes, febrero 09, 2009

Sequía

Y qué si tapé el fértil pozo
de mis versos solitarios.

Lo hice, condenado en el eterno negar
y amargar
y refutar el dogma que es
mi naturaleza y tu raíz.

Cómo arde aquella gélida mirada
que aquel frente al espejo
posa cada día en mi cara, en la memoria.

viernes, enero 23, 2009

Una aproximación a Julio Amador

Si le preguntaran a Julio Amador si el acordeón que toca siempre ha estado así de desdentado, tardaría un poco en ordenar las impresiones archivadas días, meses, años, a través de sus dedos, pero finalmente respondería, con precisión erudita, que ahora tiene exactamente las mismas teclas que cuando se lo regalaron hace veintiún años. El mismo número, porque las que faltaban cuando se lo dieron ahora están, y son otras, en su lugar, las que se quebraron o desprendieron. Eso es normal, con el tiempo las cosas se quiebran o se desprenden, el resultado es el mismo: la ausencia.

El sonido que desprende su acordeón tiene algo extraño, hasta para el oído salvaje en temas musicales. Tiene algo, un brillo en las notas opacas, una contradicción que se saborea por encima del ruido del motor y de desquiciado murmullo de la ciudad que invade todo cuando se va en un bus a medio día. Julio Amador hace equilibrio apoyándose en una de las barras verticales del bus, flexiona las rodillas (para mantener mejor el equilibrio) y toca. Las composiciones no son suyas del todo. Es decir, son canciones que aprendió hace años, que fue sacando a oído, que su padre le enseñó, pero que con los años ha ido modificando, por puro gusto o porque su ceguera hizo que en algún momento confundiera la ubicación de una de las teclas y el movimiento mecánico de sus manos quedó para siempre con esa falla.

Su voz no se oye. Cuando habla, el ruido sepulta sus palabras a penas salen de su boca. Es como si esperara a que salieran las palabras, acechándolas y las devorara; desapareciendo a penas son pronunciadas, letra por letra. Solo existe en tanto toca. En tanto las notas salen con autoridad desconocida para sus palabras a tragarse, como vengándose, al ruido voraz, que ahora huye de la melodía. Soberana melodía que sale en espiral, con un centro frágil, y las progresiones se adueñan de todo, es un expandirse a través de los cuerpos que oyen sin atención y capturarlos sin avisarles; una continuación de los acordes, un dilatarse y volverse una esfera que los comprende a todos. Y todos, dentro de la esfera sin darse cuenta, tan fuera de la situación que no logran si quiera sospecharse dentro.

Julio Amador toca. Su música es una suave alteración. Es desordenada como él, pero sin ninguna culpa. Lleva notas por encima de otras notas, acompañamientos a destiempo, percudidos y con hilos desprendidos, como las mangas de su saco. Julio Amador lleva un morral flácido colgado del brazo izquierdo. Cuando acabe de tocar acomodará el acordeón y lo guardará ahí. Pedirá dinero a los pasajeros, pero nadie oirá su voz. El ruido contraatacará y devorará sus palabras. Julio Amador no ve las caras, no las ve ni en su imaginación. No ve nada. Desde hace años dejó de ver dentro de su ceguera, porque siendo ciego aún veía. Podía pasar por su mente momentos de su vida, y en su memoria estaban los colores de las faldas de su mamá, de los geranios del jardín; los brillos del acordeón negro de su papá, que Julio Amador gustaba pensar ahora en sus manos, luego de tantos años. Pero con el paso del tiempo su memoria fue dejando esos recuerdos desvanecerse y así Julio Amador se volvió doblemente ciego. Invidente de sus recuerdos y desde ese momento se sintió con el vértigo y la paz que da una caída libre que nunca acaba.

Julio Amador baja del bus. Camina a tumbos, pero con una certeza extraña, como si en verdad no fuera ciego del todo. Al bajar los escalones, camina unos pasos con el bastón partido y remachado que usa para guiarse y se sienta en una banca, cerca de una esquina. Saca con la mezcla de cariño y costumbre que se siente por los cónyuges el acordeón y toca. No piensa, no ve, en el fondo, Julio Amador está en silencio perfecto. Una tecla cae al piso y se parte. Julio Amador sigue tocando y el acordeón suelta un suspiro.