lunes, enero 28, 2008

Retazos II

Hoy el cielo está hermoso, pensó Harry mirando hacia arriba como estúpido. El celeste estaba clarísimo, era como ver una impresión de alta definición. Por lo general el cielo de Lima es cerrado, patético, pero por encima de todo es gris y es por eso que se cambiaron roles, el gris impersonal y sofocante ya no es nube, es ahora cielo. Cuando se abre algún espacio en esta frazada ruinosa y se ve el cielo, parece que esa excepción fuera una nube, y que ese engrudo gris fuera cielo efectivamente y no nubes bajas, ligeramente nauseabundas, claustrofóbicas. Sin embargo en esa tarde previa al fin del año el cielo estaba distinto, era como ver leche cortada, como el suelo en el desierto, el celeste vivo se cortaba por el blanco de las nubes. Se veía, por entre los edificios, hacia el oeste que el blanco era dorado y se iba inmaculando hasta llegar al mismo color de la luna que estaba atenta a salir. Que hermoso –dijo para sí mismo Harry- cuánto color…qué bonito. Se quedó contemplando debajo de aquella bóveda inacabable donde flotaban unas pequeñas manchas grises, ¡ese era el cielo de Lima! No, era retazos de ese cielo gris y obstinado. Eran pequeñas nubes, trocitos de algodón percudido que se movían parejos norte, mucho más abajo que aquel fondo celeste y blanco que tanto lo impactó. Bajó la mirada y buscó en su bolsillo un cigarro, lo encendió y echó a andar, a una cuadra se detuvo y volvió a ver hacia arriba. Cualquiera que lo hubiera visto habría pensado que tendría un tic bastante peculiar o que le comenzaba a sangrar la nariz cada cierto tiempo. Cuando vio el cielo otra vez, ya el celeste era violeta y el dorado naranja, y en medio de ambos un rosa tenue, tímido, fugaz.

lunes, enero 21, 2008

Retazos

Yo sabía que César tenía que morirse del corazón. Los dolores en el pecho se le iban haciendo más fuertes y los años se le colgaban de las pequeñas arrugas debajo de los pequeños ojos, y cuando abrazaba se estremecía como de frío. Angina, le dicen; los doctores insisten en llamarlos problemas cardiovasculares y calificaros, fulminantes, como un infarto, pero yo sé que es la enorme pena que implosiona todos los días adentro. La muerte de Victoria le cayó como encima como si Atlas bajara las manos de improvisto. Después de eso, y aunque siempre pensó que el único camino es hacia delante, fue consumiéndose en las noches de insomnio y con la cama fría por la ausencia. Las cosas de ella seguían ahí, tal como estaban antes que la llevaran al hospital como tantas otras veces esos tres meses finales. Era una vez más, una raya más al tigre. El cáncer que injustamente la fue devorando en silencio estaba, según los médicos que llaman a la pena infarto, controlado y encapsulado señora, usted no se preocupe que todo salió bien y a partir de ahora venga cada seis meses para sus chequeos, la señorita de la ventanilla uno le dará su cita ahora mismo si desea. Pero cuando la gripe se volvió inamovilidad y la sonrisa y los gritos de jovial ancianidad se le cortaron entre las quejas mudas, y el orín se tornó sangre, no quedó más que despedirse efusivamente y con la paz que dan esos momentos irremediables el último lunes, ante el presentimiento del colapso de su cuerpecito que, a esas alturas de la angustia, ya era un hecho consumado e irrefutable. El teléfono seguía en su lado de la cama y la pijama de Vicky aún, mal doblada, bajo la almohada. Los rosarios continuaban, como si hubieran estado ahí desde antes del tiempo, colgados en la pared, los papeles escritos, las cuentas y las boletas en los cajones y en los sobres que nadie movía y que jamás se empolvaban. La pena lo consumió. El cáncer a ella y la pena a él. Es como esos hoyos negros en el espacio que consumen todo, esos hoyos que los científicos no saben -por más que lo disimulen- qué son en realidad. Yo creo que es la pena enorme de Dios.