lunes, febrero 19, 2007

De citas y ansias

El cuarto estaba oscuro, repleto acaso de sombras que soñaste en alguna infancia, escondidas bajo la cama o tras la cortina de la ducha. Una leve luz entraba vaga por la pequeña ventana, pero se perdía sin mayor problema; un aire, el poco que ingresaba desde el jardín, refrescaba tímido el húmedo hedor de la habitación. Felipe abrió los ojos entre sueños y notó que Las Cuatro Estaciones de Vivaldi continuaban sonando; logró (creyó) reconocer la bucólica pasión de La Primavera, primer y famosísimo capitulo de la magnifica obra del pelirrojo italiano, a pesar que su concierto favorito era el cuarto, El Invierno. No se molestó en despertar o dormir, ni en acomodarse; pese al frío, no se abrigó, siquiera movió la desbaratada sábana. En ese estado de sub conciencia pensaba a intervalos[1] que era inevitable su destino, si es que éste existía. Los hechos, por casuales que parezcan, son una consecuencia de otros concatenados, de un efecto mariposa absorbente y envolvente, elaborado laberinto de fichas de dominó. Para ser exactos no pensó mucho, o en todo caso, lo hizo demasiado. Despertó con las primeras horas de la tarde.

Se sentó. En silencio Felipe ensayó algunas caras. Algunos gestos que suponía podían verse interesantes. Por el profundo sueño tenía el brazo izquierdo algo adormecido, sin embargo no le dio importancia. Estaba nervioso. Ansioso. Articuló en su cabeza cientos, tal vez miles de posibles frases. Cantidades de saludos y sus posibilidades. ¿Qué sería si entro y saludo de perfil izquierdo y sonriendo? ¿Si no hago más que un gesto cordial? Innumerables despedidas. Desparramó en la tarde de saturantes blancos sus ideas de cómo saludar, cómo actuar. Qué decir. Repasó una y otra vez sus líneas impuestas; recordaba que alguna vez años atrás, no recordaba quien y aunque lo intentó, el rostro se perdía entre la neblina que persistía en el ambiente, le comentó que si conoces a alguien debes repetir su nombre tres veces viéndolo fijamente y nunca olvidarás como se llama. Es una cita importante, merecía el esfuerzo, pensó.

En el devenir de aquella tarde, ¡Oh esperada tarde!, arregló su camisa. Era nueva y un poco estrecha, pero era la mejor que tenía. A comparación de las otras, no era de segunda mano, cosa que lo alegraba de sobremanera. Los bordes firmemente cosidos, el cuello suficientemente duro, los botones impecables. Como un niño se tiraba a sus anchas a soñar por momentos cómo le iría, mas esos ratos de nostálgica niñez no se prolongaban demasiado, apenas reconocíase divagando absorto en un universo de espejos, se despabilaba de inmediato. No toleraba, no se permitía, perder cada segundo de la espera, que saboreaba como aquellos cigarros que tanto extrañaba. Añoraba el fino humo del tabaco subir por entre sus dedos, rampar su cuerpo, emanar articulado de su boca y nariz. Es por mi bien -decía para sí-, y lo extrañaba más.

En estas cavilaciones se encontraba, cuando sin que lo espere (el único momento en que no lo esperaba) sonó la puerta. Al escuchar los golpes, más bien torpes, volteó. Supo que era el momento. Al abrirse la puerta Felipe sonrió. Estaba alterado de la emoción. Salió con el sujeto que lo fue a buscar. No conversaron mucho. Unas cuantas palabras sueltas y algún tópico recurrente como el clima aliviaron la tensión que mutó en una casi incontrolable emoción. Podía sentir que las rodillas le temblaban, pero se concentraba en caminar normal. Al bajar las escaleras sintió que esa labor era de proporciones absurdamente titánicas; cuando terminó de bajar el último peldaño y se dio cuenta que ya todo estaba bajo control, respiró aliviado, como al terminar una empresa que se creía imposible; en ese momento tuvo la certeza que bajar los escalones en su estado sí era virtualmente imposible y se sintió victorioso. El que fuera su interlocutor por espasmos brevísimos prendió un cigarrillo. Lo miró como sabiendo su antiguo y fallido amor con el pequeño paquetillo de tabaco y papel, tomó su encendedor y tras cruelmente saborear la colilla un momento, lo prendió y dio la primera bocanada (la mejor consideraba Felipe) de humo. Felipe trató en vano de ignorarlo. Pero el humo lo distrajo de sus nervios y sin saberlo esta nueva preocupación sepultó momentáneamente la anterior.

Inesperadamente, luego de perder la noción del tiempo y de la distancia recorrida, sintió una molestia. Sus ojos se apagaron y de ellos se colgó como una bolsa vieja y llena con las resacas de años ajenos y absolutos, con una enorme pena grisácea. Felipe lo notó. No comprendió el por qué. Siguió su camino, siempre acompañado externamente, pero profundamente solo. Al llegar a la entrada del salón todo cambió. Su rostro irradió luz. Ingresó completamente dueño de la situación. Afuera quedó el corpulento guía abocado a la única labor de encender otro cigarrillo más, sin reparar en que sería el octavo de la jornada. Saludó cordialmente a todos. Ahí estaba su sitio, esperándolo, invitándolo. Se recostó y murmuró algo sobre Vivaldi. En ese momento los años de situaciones resumidas que pasó esa tarde maquinando llegaron a un punto de quiebre. Todo estaba dispuesto. No había dudas, ni esperas, ni ansias. Era una nada completa y perfecta en la que se encontró feliz.

No recordaba como llegó a su habitación. Al verse dentro de ésta, se acomodó en el piso y recostó suavemente su cabeza sobre una de las paredes. La camisa de fuerza, ya no tan limpia, estaba ligeramente desajustada. Sonrió y se dejó llevar por las comprensivas notas del violín. Era Vivaldi. Era El invierno. Era feliz.


[1] Vana labor sería determinar si eran segundos, horas o incluso días. En aclaración para diversión y ayuda al lector, y no menos motivado por un afán de explicar vacíos, acaso se trataba de una constante todas las noches o en virtud de las abstracciones del caso, esa noche fueron todas sus noches y sólo una. La de un sueño amargo.

domingo, febrero 11, 2007

Aldo y el Sol

Habíanse unas alas pegadas a un clavo.
Un clavo alado.
Mientras todos los clavos al suelo estaban pegados,
Aldo, el clavo con alas, estaba volando.


Todos sus hermanos estaban enterados,
verticales, desde el suelo veían a Aldo.
“El único que jamás será clavado”,
repetían al coro sus atascados hermanos.


“¿Qué se sentirá estar enterrado,
sin poder volar, volar tan alto?
¿Cómo se verá todo desde abajo?”,
se preguntaba en las alturas el alado clavo.


Todos los clavos deben ser clavados,
el cielo no está hecho para ti hermano.
Aldo eres el único clavo que siempre está volando,
allá arriba todo debe ser tan solitario.


Un día en su vuelo Aldo se quedó pensando
-¿Qué hago volando, si mi destino es ser clavado?-
Voló hasta el Gran Astro
y pensando esto se quedó contemplándolo.


Aldo se clavó al sol sin dudarlo,
a pesar de sus alas, sus viajes largos;
a pesar de todo, su destino era, delante de la inigualable luz, más claro,
y así fue el primer clavo al sol clavado.


*Escrito en Mayo del 2004

domingo, febrero 04, 2007

Exquisita Interpretación -monólogo-

Dedicado a G.C.G.


Leer el texto escuchando "The Great Gig in the Sky", quinto track del álbum "The Dark Side of the Moon", de Pink Floyd. Preferentemente a partir del minuto y siete segundos de comenzada la canción. Dicha canción figura al final de la lista de música de este blog.


Es un nacer-como una ópera-;
cualquiera escucha un grito,
pero hay que ser hondo para ver.

¡Mira!, ahí están los caminos.
Suave.
Tengo el mundo a mis pies,
pero tampoco lo tengo.

Ahí está.



Recoge los pescados de la canasta
y: toma.
Tranquilo;
el renacer.
Ven, camina conmigo si quieres.

Esto es.