Se sentó. En silencio Felipe ensayó algunas caras. Algunos gestos que suponía podían verse interesantes. Por el profundo sueño tenía el brazo izquierdo algo adormecido, sin embargo no le dio importancia. Estaba nervioso. Ansioso. Articuló en su cabeza cientos, tal vez miles de posibles frases. Cantidades de saludos y sus posibilidades. ¿Qué sería si entro y saludo de perfil izquierdo y sonriendo? ¿Si no hago más que un gesto cordial? Innumerables despedidas. Desparramó en la tarde de saturantes blancos sus ideas de cómo saludar, cómo actuar. Qué decir. Repasó una y otra vez sus líneas impuestas; recordaba que alguna vez años atrás, no recordaba quien y aunque lo intentó, el rostro se perdía entre la neblina que persistía en el ambiente, le comentó que si conoces a alguien debes repetir su nombre tres veces viéndolo fijamente y nunca olvidarás como se llama. Es una cita importante, merecía el esfuerzo, pensó.
En el devenir de aquella tarde, ¡Oh esperada tarde!, arregló su camisa. Era nueva y un poco estrecha, pero era la mejor que tenía. A comparación de las otras, no era de segunda mano, cosa que lo alegraba de sobremanera. Los bordes firmemente cosidos, el cuello suficientemente duro, los botones impecables. Como un niño se tiraba a sus anchas a soñar por momentos cómo le iría, mas esos ratos de nostálgica niñez no se prolongaban demasiado, apenas reconocíase divagando absorto en un universo de espejos, se despabilaba de inmediato. No toleraba, no se permitía, perder cada segundo de la espera, que saboreaba como aquellos cigarros que tanto extrañaba. Añoraba el fino humo del tabaco subir por entre sus dedos, rampar su cuerpo, emanar articulado de su boca y nariz. Es por mi bien -decía para sí-, y lo extrañaba más.
En estas cavilaciones se encontraba, cuando sin que lo espere (el único momento en que no lo esperaba) sonó la puerta. Al escuchar los golpes, más bien torpes, volteó. Supo que era el momento. Al abrirse la puerta Felipe sonrió. Estaba alterado de la emoción. Salió con el sujeto que lo fue a buscar. No conversaron mucho. Unas cuantas palabras sueltas y algún tópico recurrente como el clima aliviaron la tensión que mutó en una casi incontrolable emoción. Podía sentir que las rodillas le temblaban, pero se concentraba en caminar normal. Al bajar las escaleras sintió que esa labor era de proporciones absurdamente titánicas; cuando terminó de bajar el último peldaño y se dio cuenta que ya todo estaba bajo control, respiró aliviado, como al terminar una empresa que se creía imposible; en ese momento tuvo la certeza que bajar los escalones en su estado sí era virtualmente imposible y se sintió victorioso. El que fuera su interlocutor por espasmos brevísimos prendió un cigarrillo. Lo miró como sabiendo su antiguo y fallido amor con el pequeño paquetillo de tabaco y papel, tomó su encendedor y tras cruelmente saborear la colilla un momento, lo prendió y dio la primera bocanada (la mejor consideraba Felipe) de humo. Felipe trató en vano de ignorarlo. Pero el humo lo distrajo de sus nervios y sin saberlo esta nueva preocupación sepultó momentáneamente la anterior.
Inesperadamente, luego de perder la noción del tiempo y de la distancia recorrida, sintió una molestia. Sus ojos se apagaron y de ellos se colgó como una bolsa vieja y llena con las resacas de años ajenos y absolutos, con una enorme pena grisácea. Felipe lo notó. No comprendió el por qué. Siguió su camino, siempre acompañado externamente, pero profundamente solo. Al llegar a la entrada del salón todo cambió. Su rostro irradió luz. Ingresó completamente dueño de la situación. Afuera quedó el corpulento guía abocado a la única labor de encender otro cigarrillo más, sin reparar en que sería el octavo de la jornada. Saludó cordialmente a todos. Ahí estaba su sitio, esperándolo, invitándolo. Se recostó y murmuró algo sobre Vivaldi. En ese momento los años de situaciones resumidas que pasó esa tarde maquinando llegaron a un punto de quiebre. Todo estaba dispuesto. No había dudas, ni esperas, ni ansias. Era una nada completa y perfecta en la que se encontró feliz.
No recordaba como llegó a su habitación. Al verse dentro de ésta, se acomodó en el piso y recostó suavemente su cabeza sobre una de las paredes. La camisa de fuerza, ya no tan limpia, estaba ligeramente desajustada. Sonrió y se dejó llevar por las comprensivas notas del violín. Era Vivaldi. Era El invierno. Era feliz.
[1] Vana labor sería determinar si eran segundos, horas o incluso días. En aclaración para diversión y ayuda al lector, y no menos motivado por un afán de explicar vacíos, acaso se trataba de una constante todas las noches o en virtud de las abstracciones del caso, esa noche fueron todas sus noches y sólo una. La de un sueño amargo.