viernes, enero 23, 2009

Una aproximación a Julio Amador

Si le preguntaran a Julio Amador si el acordeón que toca siempre ha estado así de desdentado, tardaría un poco en ordenar las impresiones archivadas días, meses, años, a través de sus dedos, pero finalmente respondería, con precisión erudita, que ahora tiene exactamente las mismas teclas que cuando se lo regalaron hace veintiún años. El mismo número, porque las que faltaban cuando se lo dieron ahora están, y son otras, en su lugar, las que se quebraron o desprendieron. Eso es normal, con el tiempo las cosas se quiebran o se desprenden, el resultado es el mismo: la ausencia.

El sonido que desprende su acordeón tiene algo extraño, hasta para el oído salvaje en temas musicales. Tiene algo, un brillo en las notas opacas, una contradicción que se saborea por encima del ruido del motor y de desquiciado murmullo de la ciudad que invade todo cuando se va en un bus a medio día. Julio Amador hace equilibrio apoyándose en una de las barras verticales del bus, flexiona las rodillas (para mantener mejor el equilibrio) y toca. Las composiciones no son suyas del todo. Es decir, son canciones que aprendió hace años, que fue sacando a oído, que su padre le enseñó, pero que con los años ha ido modificando, por puro gusto o porque su ceguera hizo que en algún momento confundiera la ubicación de una de las teclas y el movimiento mecánico de sus manos quedó para siempre con esa falla.

Su voz no se oye. Cuando habla, el ruido sepulta sus palabras a penas salen de su boca. Es como si esperara a que salieran las palabras, acechándolas y las devorara; desapareciendo a penas son pronunciadas, letra por letra. Solo existe en tanto toca. En tanto las notas salen con autoridad desconocida para sus palabras a tragarse, como vengándose, al ruido voraz, que ahora huye de la melodía. Soberana melodía que sale en espiral, con un centro frágil, y las progresiones se adueñan de todo, es un expandirse a través de los cuerpos que oyen sin atención y capturarlos sin avisarles; una continuación de los acordes, un dilatarse y volverse una esfera que los comprende a todos. Y todos, dentro de la esfera sin darse cuenta, tan fuera de la situación que no logran si quiera sospecharse dentro.

Julio Amador toca. Su música es una suave alteración. Es desordenada como él, pero sin ninguna culpa. Lleva notas por encima de otras notas, acompañamientos a destiempo, percudidos y con hilos desprendidos, como las mangas de su saco. Julio Amador lleva un morral flácido colgado del brazo izquierdo. Cuando acabe de tocar acomodará el acordeón y lo guardará ahí. Pedirá dinero a los pasajeros, pero nadie oirá su voz. El ruido contraatacará y devorará sus palabras. Julio Amador no ve las caras, no las ve ni en su imaginación. No ve nada. Desde hace años dejó de ver dentro de su ceguera, porque siendo ciego aún veía. Podía pasar por su mente momentos de su vida, y en su memoria estaban los colores de las faldas de su mamá, de los geranios del jardín; los brillos del acordeón negro de su papá, que Julio Amador gustaba pensar ahora en sus manos, luego de tantos años. Pero con el paso del tiempo su memoria fue dejando esos recuerdos desvanecerse y así Julio Amador se volvió doblemente ciego. Invidente de sus recuerdos y desde ese momento se sintió con el vértigo y la paz que da una caída libre que nunca acaba.

Julio Amador baja del bus. Camina a tumbos, pero con una certeza extraña, como si en verdad no fuera ciego del todo. Al bajar los escalones, camina unos pasos con el bastón partido y remachado que usa para guiarse y se sienta en una banca, cerca de una esquina. Saca con la mezcla de cariño y costumbre que se siente por los cónyuges el acordeón y toca. No piensa, no ve, en el fondo, Julio Amador está en silencio perfecto. Una tecla cae al piso y se parte. Julio Amador sigue tocando y el acordeón suelta un suspiro.