sábado, junio 28, 2008

Las reminiscencias del pisco

22 de Junio, 1954
Dos horas antes del primer vals, Fernando acababa de ponerse los zapatos recién lustrados y que compró especialmente para el día de su cumpleaños, pero que tendrá que usar hoy, una semana antes. Ramiro García, amigo de infancia y confidente indudable, lo buscó, saludó a Don Manuel, padre de Fernando y conversó un momento con él hasta que Fernando salió. Don Manuel era de maneras correctísimas y una severidad inquebrantable. La frente amplia, marca registrada de su estirpe, la estiraba pausadamente al hablar, y como los suyos, inhalaba a veces de manera forzosa, breve, una que otra vez, entre las palabras. Eran las ocho y cuarenta cuando Fernando, luego de despedirse rápidamente de su padre, salió de la casa en la avenida Bolivia, atravesó el portón de madera atemporal y, acompañado de Ramiro que ya iba prendiendo un cigarrillo, se dirigió a Magdalena Vieja, que años más tarde se llamaría Pueblo Libre. Ya adornaba su cara con un fino bigote y la piel nacarada y aún lozana a sus veinte años contrastaba con el negro azabache de su atuendo. Llegaron al bar Queirolo una hora antes del primer vals.

En el bar saludaron con una broma a Bautista, el mozo que usualmente los atendía y que siempre les regalaba, por noche, un chiste al menos. Se sentaron y sin demora, pero de manera natural llegó la primera botella de Pisco. Luego llegaron Eduardo y Pedro, se unieron a la mesa. Finalmente sonó el primer vals, en todo caso, le prestaron atención a un vals por primera vez desde que llegaron. Ese viernes decidieron ir un poco más lejos, no ir al Cordano, sino al Queirolo, porque el cumpleaños de Catalina, la novia de Eduardo se celebraría a unas cuadras. El bar se fundó poco después de la llegada de la familia Queirolo a Perú en la penúltima década de 1800.

Cuando acabó la botella, hora y media después, pidieron otra, siempre de uva Quebranta, pero esta vez para llevar. De todas maneras terminarían pasando por el Cordano, luego de la jarana de rompe y raja que los esperaba porque el padre de Catalina era iqueño, buen cantante y mejor cajonero, antes de ir a casa para comer un sánguche de jamón del país antes de dormir. Y a lo mejor un pisco ahí también, como para acompañar.


3 de Agosto, 1979
Habían pasado la tarde en la playa y luego de un almuerzo fugaz en la pizzería del chino en la Calle de las Pizzas, calabaza calabaza, cada uno a su casa para un breve, pero necesario duchazo. A la casa de Tavo siempre había un motivo para ir. Si no era por algún cumpleaños o para escuchar música hasta que los párpados triunfen sobre las ganas de seguir despierto escuchando aquellas melodías inverosímiles, vicserales, que se llaman rock ‘n’ roll, era para tomarse un trago. Un ron.

Ernesto llegó a la casa de Tavo, trae bajo el brazo un LP de Slade en vivo y bajo el otro una botella de ron. A Ambos les gusta el criollismo, es un afán que les viene de casa, pero que llevan escondido. Las jaranas de sus padres no son las suyas, no son con cajón y vals, ahora ya no, ahora son veinteañeros que se gozan en los solos de guitarra de Jimy Page y menos en los de Óscar Aviles, y que han olvidado el pisco, poco a poco, como si su presencia se fuera borrando sin que se den cuenta, como el humo final del último cigarro de la madrugada.

A raíz de la reforma agraria y la subsecuente baja en la producción agrícola la producción de pisco bajó, el consumo también disminuyó considerablemente y la moda estadounidense se fue imponiendo con los años, en los pantalones acampanados, los pelos largos, en las estridentes tonadas rockeras, las pegajosas melodías disco y en los tragos, en este caso, el ron. Algo curioso en pleno gobierno militar antiamericano, autoproclamado revolucionario.

28 de Octubre, 2004
Ya habían pasado tres horas desde que recibimos el santo de mi padre, y luego de los chistes y los bocaditos, cuando las anécdotas iban naciendo, se abrió la primera botella de pisco. Detrás quedaban las demás, detrás iba quedando también la noche que poco a poco se encrudecía y se convertía en mañana. Yo quiero que escuches la imagen de mi alma que te ama y te adora como una aventura que nadie ha gozado, tu nombre quedará grabado para ser dichoso por tu falso amor. Se abrió, como si nada, la segunda botella y ahora es Fernando, el mayor, el papá, Don Fernando, el que cuenta como eran los cumpleaños en su época. Una época que tiene de picardía y que se figura en la imaginación en blanco y negro, con gomina en el cabello y piropos elegantes. Como duraban dos, tres días, como esa era jarana, no como ahora, que se emborrachan y punto, nada de baile, nada de risa, solo borrachera. Y un traguito de pisco, porque al que toca y al que canta se le seca la garganta. Otro más, por el dueño del santo. Alguien dice por el santo del dueño y en la confusión de las palabras se confunden también, otra vez, las generaciones, porque ahora es Ernesto, el hijo, el dueño del santo o santo del dueño, el que toma la palabra. Ese secreto que tienes conmigo nadie lo sabrá.

La mañana se va acercando y la conversación salta entre los vasos y el humo discreto de algunos cigarrillos. La radio se detiene y el acorde brusco, varonil, rasposo de la guitarra da pase, mientras perdura en el ambiente, al coro desafinado, intestinal, apasionado, de cinco amigos, un señor elegante y un joven que acaba de dejar de ser niño, hace tan poco, que aún no se entera del todo de la noticia. Mechita tú eres linda tus ojos, tus ojos me fascinan tu boca, tu boquita divina quisiera, quisiera yo besar. Los ojos se cierran y las gargantas se unen y de cada uno salen las mismas palabras, pero con historias distintas.

Todos cantan, aplauden. Juan Carlos se levanta, alza la voz y canta, los demás callan poco a poco hasta acompañarlo con susurros y él domina la sala. Canta como si fuera a morir, como si fuera la última vez que cantara, sabiendo en el fondo que sería la última vez que cantaría con Don Fernando, a quien tanto quiso, antes que se lo lleve el cáncer. Yo, que lo acompaño algo tímido, veo a mi papá con las cucharas y a mi abuelo con una sonrisa plena y llevado el compás con las palmas, al igual que mi tío Tavo. Canta guitarra porque eres mi voz de dolor. Curro no lo pide, no al menos en voz alta, porque arranca de la guitarra acústica que hay en casa los sonidos más intensos que se puede. Ven sobrino –me dice–, toca, aprende, que tienes cara de que le entras a la jarana. Dale chino, dice mi papá sin verme, toca tu también. La mañana cae. El sueño me tumba y la cuarta botella de pisco se tumba en la mesa, cuando entra una más, no hay quinto malo, escuché alguna vez. El aguadito estará listo en media horita.

Las brechas generacionales son, de alguna manera, el gran problema de las familias. El catalizador de las disfunciones y es mediante aquellas cosas que las achican, que se nos hace llevadera la convivencia, que nos endulzamos el recuerdo por las bondades de la memoria y las conveniencias del olvido. Las brechas entre mi abuelo y mi padre desaparecían, poco a poco, entre la música criolla y el pisco. Cuando se encontraban en las sonrisas de la fiesta, sentados, amigos, en un amor más profundo que sus diferencias, jamás ebrios, nunca ofensivos, siempre con un chiste y un salud. Otro salud más, que uno no es ninguno.

Algunos años después, cachimbo inocente, hicimos –aunque ya casi todos los entusiastas de aquella tarde hemos tomado nuestro propio camino– un pacto tácito al bebernos dos botellas de pisco a la salida de clases. Pisco de dudosa procedencia, dicho sea de paso. Con mis primos era lo mismo, pero siempre. Con la promo, con los primos, con papá, entre sus amigos y criollazos chistes, entre vaso y vaso, entre piqueo y piqueo, nos quedaban, a todos, el sabor de la palomillada. El gusto, tras el paladar, de la amistad, aquella que aun es niña y que dejamos sacar, Dios bendito, de cuando en cuando.

miércoles, junio 18, 2008

Despedidas

No hay peor ida que aquella que se hace sin haber llegado,
que aquella que ves desde antes del arribo.
No hay peor despedida
que la que que se repite tantas veces que pierdes la cuenta
y se te agotan los adioses por la mano estática de frio.
Que aquellas que se hacen sin antes haber saludado.

No hay peor frio que el que congela desde dentro hacia afuera,
ni peor calor
que el que abraza el punto medio y profundo del pecho.
No hay peor clima que la soledad,
ni mejor exorcismo para un corazón roto que la propia pena.

No hay conclusión más ingrata
que la que te deja con los ojos secos y las manos vacías.

martes, junio 03, 2008

De(s)memoria

Se me perdieron las ganas y los esfuerzos pequeñitos, camuflados, desahuciados;
la mañana se hizo un poco más llevadera y me doliste,
cómo me doliste,
en los pulmones y en la resaca
de un recuerdo que evocaba lo que nunca pasó,
que intentó sin fuerzas y sin triunfo ser lo que pasará;
el humo antes del primer cigarro,
el temblor sin beso;
la calma sin satisfacción, sin tristeza por venir.

Se me mezclaron las ausencias en una despedida tardía o un saludo prematuro.

domingo, junio 01, 2008

Reminiscencia

Es mi palabra pequeña e inútil
frente al gigante monumento
de todo lo que fuiste y eres,
como una semilla seca
en el valle inmaculado de tu vientre.

Viva, la rosa,
en aquella sonrisa, en aquella nostalgia.