sábado, noviembre 03, 2007

Entretelones

Un rey, déspota, falso, pequeño, pálido y sonriente. Despiadado. Pasea por arrabales y barracones, pero usa pañuelos de seda una sola vez y los quema. Llegó al poder en medio de confusión clamando un derecho irrefutable sin comprobación. Cambió los lugares, los nombres y el tiempo para su beneficio y la memoria se volvió su cuaderno de borrador. Gobernó y vendió vidas en secreto, compró sueños y tomó en copas de hierro para olvidar su propio terror.

Gobernó y sonrió por años y todo era carnaval y sombras. Todo exageración y acostumbró a todos a vivir en un circo hecho teatro. Cada día, cada mes y hasta los años eran un guión que se corregía con edictos de urgencia. Prostitutas cocinaban para él y bailaba solo en su cuarto vistiendo las ropas de sus muertos secretos. Con ellos hablaba. Y los enemigos de la función eran sus entrañables amigos. Sus emisarios eran bufones a los que tiraba hojas embadurnadas en alquitrán y miel y se gozaba en ello, y se deleitaba en el perpetuo secreto de esa retorcida satisfacción. Se echaban como perros famélicos a sus pies y comían las uvas y las alas de pollo que les dejaba caer. Cada uno tiene un papel que representar, en la función todos son piezas que trabajan en sincronía, las que no, se borran mañana con otro edicto, y disolviendo se hacía más pequeño y las arrugas de su frente abismales.

Fue sacado por sus propias tramas enredadas y largado como un perro en una escena que ya no pudo controlar. Era un monstruo deformado de su sombra y sus carcajadas de enanos decibeles. Ahora la función era su defunción y huyó. La obra que tanto demoró en armar desde que cocía en secreto camisas en un taller destartalado cobró vida e inmaterial dominaba todo, se supeditó a las interpretaciones y sin saberlo. Huyó. Corrió y nadie lo vio hacerlo. Convenció a todos que ese día tenía ganas de trotar y se fue mientras envilecidos y por su propia mano comenzaron a perseguirlo, lo descubrieron en parte, pero dentro de la obra infinita que creó. Desde lejos llamaba a sus bufones que se maquillaron entre mercaderes y bailarinas, entre virreyes y aguateros.

Desde otras ciudades les hablaba a todos y muchos que lo aplaudía ya no lo querían y los cuerpos de aquellos muertos ignorados y minúsculos lo llamaban. Ahora libres de la prisión de sus sótanos clamaban la injusticia de sus atroces actos.

Un día llegó y pensó escribir otra vez en su cuaderno de hojas mostazas más capítulos, los tenía escritos en servilletas. Los escribía en sus camisas y en los hilos con que las zurcía. Detrás de sus orejas y de sus párpados y cuando dormía los leía soñaba los giros, los monólogos y los escenarios. Y aún dormido sonreía en una cama más elegante que la del reino que fue festín de sus aberraciones histriónicas. Y cuando fue coqueto a pasear pos las puertas septentrionales, pasó a las orientales y pescó en los ríos que salían con agua marrón. Entonces los cogieron y fue encerrado como sus amigos antiguos y salieron los bufones a defenderlo con malabares y alaridos. Con trajes y filosofías. Con autos apretados como gorgojos y música estridente. Todo cacofonía.

Lo escuchaban, pero le daban la espalda y no lo creía. Pero lo escuchaban y sus apuntes eran inútiles, eran ahora un idioma que no servía. Y se vio secundario. Ya no sonreía. Solo un poco, cuando nadie lo veía, mientras comía pasas en su cuarto gris y ocre sabiéndose todavía actor. Con un fetiche de él mismo se levantaba y solo agradecía el reconocimiento, a la academia. Era su Oscar honorífico.