lunes, octubre 22, 2007

Dos urgencias camino a casa

De manera espontánea pensó el argumento de un relato. Exactamente dos segundos después, justo antes de cruzar la esquina, su cuerpo decidió que era el momento preciso para estar sentado en el baño sin mayor compañía que un libro ya leído o un cigarro. Caminó de prisa concentrado en aquel argumento y en dominar su vientre hinchado, y concentrado en la tarea de concentrarse en ambas cosas.

A una cuadra sabía que un descuido en cualquiera de las dos áreas podría traer consecuencias indeseables. Se dedicó entonces a una cuarta y quinta labor: Pensar cuál de ambas no sería tan perjudicial descuidar y a reducir los intervalos entre pisada y pisada sin que llegue a ser tan absurdo como las caminatas que hacen algunos alrededor del Golf de San Isidro al amanecer y atardecer.

Una cuadra más cerca de casa pensó que acaso esos sujetos con ropa de deporte podrían tener la misma urgencia, de atender más de una urgencia, pero descartó la idea por considerarla muy simple en respuesta y muy difícil en probabilidad. Se pregunto entonces que si al menos uno de ellos pasaba por la susodicha situación, estando con un atuendo adecuado para el correr, por qué no lo hacía, uno no se viste para correr y sale a caminar, lo que si puede resultar de modo inverso, como en este caso en particular. ¿Por qué él no corría? No quería hacerlo y optó por no cuestionar las ausencias de trotes ajenas y no descuidar su historia. Aún no estaba claro si la mujer usaría una chompa roja o unos zapatos diminutos y dorados.

¿Debería correr? Ya solo faltaban dos cuadras más. Una a la derecha, cruzar la pista y listo. No contaba bajar las escaleras, cruzar el pasillo, esperar al ascensor, que suele estar en el décimo primer piso en situaciones análogas a ésta, subir, llegar a la reja, abrirla, cruzar otro pasillo más corto que el anterior, abrir la puerta que siempre estaba junta, caminar cinco metros y llegar, finalmente, al baño. El asunto de irse despojando de la ropa se veía en el tramo final del camino. De pronto un hincón en el vientre, como un rayón de tenedor en el plato. Despiadado y atinado. Metálico y áspero. Saca la mano del bolsillo y ponla en el preciso lugar del dolor, ya dejaste media cuadra atrás con sus luces encendiéndose y sus árboles pubertinos.

Ya hay una casa enteramente amoblada y cuatro diálogos encadenados pos sutiles datos que procuró maquillar y camuflar de él mismo para hallarlos luego. Una descripción que encontraba particularmente ingeniosa y veinte pasos menos para llegar.


El olor del café molido lo golpeó amablemente en el rostro y se detuvo. Siempre le gustó pasar por ese cafetín y mucho más el olor que de él se desprendía. Por ese momento olvidó sus apuros y comenzó a divagar motivado por el aroma, estimulado por un libro que deseó leer y por el hecho en sí de dejar sus pensamientos vagando como caracoles en un jardín. Pero el momento acabó y las urgencias que son la razón de ser de estas líneas lo sacudieron sin reparo. Observó a su alrededor y reconoció que se había quedado casi quieto y que los ojos se le habían entrecerrado. Retomó el camino y el hilo conductor de un argumento. Ya solo faltaba una cuadra, el sudor comenzaba a caer por su frente y a humedecer su pecho, sus manos se cerraron súbitamente por ese frío que casi las consume y otra vez la cuestión, correr o no correr, el tiempo se acababa, la postura iba mutando, cada vez más encorvado como un tronco viejo y el argumento tenía ya ocho capítulos, una despedida triste, seis locaciones y varios calendarios.


Correr o no correr. ¿Qué tan absurdo era hacerlo a estas alturas? ya estaba cerca a casa. Siempre ha considerado que una persona que corre se ve terriblemente ridícula, sin embargo ahí entran a tallar las justificaciones, por ejemplo, si la selección está jugando un partido de las eliminatorias mundialistas en calidad de visitante, pero se trata de un partido que no es definitivo en la tabla de puntuación, sin embargo la ciudad entera está atenta al encuentro contra un rival directo y vamos perdiendo, no falta mucho para que acabe y nos acercamos (sólo nos acercamos por desgracia) al empate, se entiende que alguien que corre lo hace para llegar a ver el partido. En primera instancia se entiende eso, porque lógicamente si quiere verlo, se detendría en una de las tantas tiendas, bares, restaurantes o demás donde hay una tele emitiendo el partido. Entonces no corre para ver el partido, no es tan probable como parece, ¿por qué correr entonces?


La berma. Sólo terminar de cruzar la pista y todo es cuestión de seguir la última parte del trayecto, la detallada ruta de acceso al edificio que culmina con él, finalmente, en el baño. Lo que sucedió no fue nada diferente a lo que se esperaba, la única diferencia fue que antes de llegar al baño, a medio camino en los cinco metros para llegar, recogió el cuaderno donde escribe cada vez menos y un lapicero que se empolvaba a su lado. Veinte minutos después, estaba, lo que podríamos decir, con un peso menos de encima y el cuaderno en las rodillas desnudas. Por fin se logró satisfacer ambas necesidades, el cuaderno estaba escrito, garabateado, rayado y sudado, había escrito como nunca, en trance, como había leído que otros escribían. Complació ambas urgencias a la vez y tras la expulsión se quedó pensado en la conversación que tuvo con una buena amiga días atrás.



"-¿Qué tal te fue con tu proyecto?


-Ahí está, mándame un texto, necesito adaptar un cuento o algo.


-Pero coge uno de mi blog, el que te dije.


-No, escribe uno en especial.


-Lo que pasa es que hace tiempo no puedo escribir por más que lo intento.


-Pero no te preocupes pues, ya podrás, es cuestión de tiempo.


-Mmm, no sé, es que estoy estreñido intelectualmente, supongo.

-...ok, jajaja".

Ya no estaba intelectualmente estreñido, ya no estaba estreñido en ningún sentido de la palabra. Sentado solo y respirando profundamente rió como no lo hacía hace buen tiempo y puso el punto final.

jueves, octubre 18, 2007

Descubrimientos cibernéticos

Siempre he pensado que las cosas salen a la luz de una u otra forma, más aún con todas estas cuestiones del interné y qué se yo. Así es que, divagando en páginas y blogs conocidos, encontré una historia digna de contarse, lamentablemente (para Víctor Adrían Luperdi Sotomayor) es real.


El delator, el publicador de verdades incomodas al mismísimo estilo de Al Gore, no es otro que un buen amigo de la universidad. En fin, no hay más que decir aparte de felicitar la iniciativa. Ustedes opinarán.

domingo, octubre 14, 2007

Relato en diez minutos

Prendió el cigarrillo con la última brasa del anterior y antes de la primera bocanada cerró los ojos y frunció el seño porque el humo se le metió entre los párpados, que ya tenía algo cansados a esa altura de la noche. Tomó un trago de café y lo sintió peculiarmente amargo. Era uno barato, de esos instantáneos que insisten en imitar el sabor del café, pero que tienen algo de plástico y de mueca, pero no era eso, ni la falta de azúcar, ni aun la cubierta que tenía su boca y garganta por la nicotina y el alquitrán de aquella noche, cortesía de los inacabables cigarros que se repetían noche por noche. Tras pasarlo se fastidió y limpió su boca con la manga de su uniforme. Se quedó refunfuñando un momento, pero siguió tomando el café de sobre en la tacita roja de plástico y fumando sus cigarrillos largos y opacos.

Luego de poco más de una hora se levantó lento como si estuviera imantado al banco de madera que el tiempo confabulado con el gélido y seco aire de la puna dejó en pie a duras penas y comenzó a andar. Unos pasos, media vuelta y a regresar pero por otro lado, siempre lento, siempre imitando la rudimentaria forma de un ocho. Por momentos se quedaba quieto, se apoyaba en la pared y encendía otro cigarrillo. A veces renegaba porque los fósforos se apagaban rápido y a veces, tras tararear algún bolero (siempre se le venían a la cabeza boleros en noches como ésta) se quedaba quieto y lo único que se le movía era el cabello como hojas que bailan en la copa de un árbol viejo y reseco, de un árbol solitario en un campo de pastos de verdes opacos y abundantes tonos marrones. Se le movía el cabello y el humo. El viento serrano entraba por la puerta entreabierta y por un tragaluz medio metro encima de la puerta creando una corriente que terminaba funcionando como aire acondicionado. La noche era peculiarmente fría. El pasillo que separaba las celdas era amplio y sus pisadas lentas casi no causaban mayor ruido. Al salir al patio vio el cielo inescrutable, y la chompa negra con cuello de tortuga que llevaba bajo la camisa que llevaba bajo la casaca bien podría considerarse imprescindible, pues a pesar de todo sintió la noche amigable y el frío no lo sintió, como siempre, en las rodillas.

La mañana iba despuntando lejos, en los cerros orientales y sus secas faldas iban cubriéndose de un morado-azul-eterno-celeste que se derramaba en ritmos sincopados como la leche de un vaso rebosante en un temblor. Se quedó quieto, más que antes, y se embarró de la aurora como los cerros, como si fuera uno de ellos, uno flaco y de metro sesenta. A las seis y cuarto el patio ya tenía a los soldados que dispararían cepillando finalmente sus rifles. Se formaron y el mayor le dijo que traiga al susodicho. Lo saludó, abrió la puerta donde estaban las colillas pisadas y húmedas por la garúa y entró por el pasillo que recorrió tantas veces durante la noche y que dejó llenó de pisadas de lodo. Abrió la segunda celda y vio que su hermano no había dormido como pensó, las ojeras lo delataban. Lo acompaño en silencio hasta la pared norte del patio. El muro tenía aún manchas y huellas de disparos fallidos de ejecuciones anteriores.

-Salúdame a mamá cuando la veas, ¿si?
-Lo haré.

Los disparos ocultaron el sonido que hizo el cuerpo al caer. Otro cigarrillo más y a cambiar de turno.