domingo, octubre 14, 2007

Relato en diez minutos

Prendió el cigarrillo con la última brasa del anterior y antes de la primera bocanada cerró los ojos y frunció el seño porque el humo se le metió entre los párpados, que ya tenía algo cansados a esa altura de la noche. Tomó un trago de café y lo sintió peculiarmente amargo. Era uno barato, de esos instantáneos que insisten en imitar el sabor del café, pero que tienen algo de plástico y de mueca, pero no era eso, ni la falta de azúcar, ni aun la cubierta que tenía su boca y garganta por la nicotina y el alquitrán de aquella noche, cortesía de los inacabables cigarros que se repetían noche por noche. Tras pasarlo se fastidió y limpió su boca con la manga de su uniforme. Se quedó refunfuñando un momento, pero siguió tomando el café de sobre en la tacita roja de plástico y fumando sus cigarrillos largos y opacos.

Luego de poco más de una hora se levantó lento como si estuviera imantado al banco de madera que el tiempo confabulado con el gélido y seco aire de la puna dejó en pie a duras penas y comenzó a andar. Unos pasos, media vuelta y a regresar pero por otro lado, siempre lento, siempre imitando la rudimentaria forma de un ocho. Por momentos se quedaba quieto, se apoyaba en la pared y encendía otro cigarrillo. A veces renegaba porque los fósforos se apagaban rápido y a veces, tras tararear algún bolero (siempre se le venían a la cabeza boleros en noches como ésta) se quedaba quieto y lo único que se le movía era el cabello como hojas que bailan en la copa de un árbol viejo y reseco, de un árbol solitario en un campo de pastos de verdes opacos y abundantes tonos marrones. Se le movía el cabello y el humo. El viento serrano entraba por la puerta entreabierta y por un tragaluz medio metro encima de la puerta creando una corriente que terminaba funcionando como aire acondicionado. La noche era peculiarmente fría. El pasillo que separaba las celdas era amplio y sus pisadas lentas casi no causaban mayor ruido. Al salir al patio vio el cielo inescrutable, y la chompa negra con cuello de tortuga que llevaba bajo la camisa que llevaba bajo la casaca bien podría considerarse imprescindible, pues a pesar de todo sintió la noche amigable y el frío no lo sintió, como siempre, en las rodillas.

La mañana iba despuntando lejos, en los cerros orientales y sus secas faldas iban cubriéndose de un morado-azul-eterno-celeste que se derramaba en ritmos sincopados como la leche de un vaso rebosante en un temblor. Se quedó quieto, más que antes, y se embarró de la aurora como los cerros, como si fuera uno de ellos, uno flaco y de metro sesenta. A las seis y cuarto el patio ya tenía a los soldados que dispararían cepillando finalmente sus rifles. Se formaron y el mayor le dijo que traiga al susodicho. Lo saludó, abrió la puerta donde estaban las colillas pisadas y húmedas por la garúa y entró por el pasillo que recorrió tantas veces durante la noche y que dejó llenó de pisadas de lodo. Abrió la segunda celda y vio que su hermano no había dormido como pensó, las ojeras lo delataban. Lo acompaño en silencio hasta la pared norte del patio. El muro tenía aún manchas y huellas de disparos fallidos de ejecuciones anteriores.

-Salúdame a mamá cuando la veas, ¿si?
-Lo haré.

Los disparos ocultaron el sonido que hizo el cuerpo al caer. Otro cigarrillo más y a cambiar de turno.

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